Colombia enfrenta un panorama cada vez más complejo en la lucha contra los cultivos ilícitos, evidenciando tensiones internas en el gobierno de Gustavo Petro. Aunque el Ejecutivo celebra el incremento en las toneladas de cocaína incautadas durante el último año, la realidad es que la producción ha crecido a tal nivel que las confiscaciones representan un porcentaje menor que en años anteriores.
El pasado viernes, la oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) reportó un aumento del 10% en los cultivos ilícitos en 2023. Ese mismo día, la ministra de Justicia anunció el retorno de la aspersión controlada con químicos alternativos al glifosato, una medida que busca frenar el crecimiento desbordado de los sembradíos. Sin embargo, horas después, el presidente Petro sorprendió al plantear una solución diametralmente opuesta: la compra estatal de coca cultivada en 12.600 hectáreas del Cañón del Micay, una zona clave en el conflicto armado del Cauca.
Esta dualidad en las estrategias refleja una división latente. Petro, desde sus días como senador, ha abogado por romper con la prohibición y transitar hacia un modelo regulado por el Estado. Su propuesta del fin de semana pasado, que tomó por sorpresa incluso a su gabinete, forma parte de una política antidrogas anunciada en 2023, basada en dos pilares: debilitar a los narcotraficantes y apoyar a los eslabones más vulnerables de la cadena.
A pesar de estas intenciones, los resultados preliminares no favorecen al Gobierno. Según el Sistema de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (Simci), en 2023 Colombia alcanzó 23.000 hectáreas más de cultivos de coca que el año anterior, en una tendencia de crecimiento sostenida desde 2013, excepto por una caída en 2020 durante la pandemia.
La pregunta que queda en el aire es si las estrategias aparentemente opuestas del gobierno podrán converger en una solución efectiva o si terminarán por profundizar el problema en un país atrapado en la lucha contra el narcotráfico.