
La imagen pacífica de Costa Rica se resquebraja día a día, y ya no por un enemigo extranjero, sino por una amenaza interna que crece como un virus: los minicárteles. Grupos criminales locales, cada vez más violentos y bien armados, están reescribiendo las reglas del narco en el país. Lo que antes era un punto de paso para la droga internacional, hoy se ha convertido en un campo de batalla entre bandas locales, que luchan a sangre y fuego por el control de barrios, rutas y vidas.
Estas organizaciones criminales, pequeñas pero despiadadas, han tomado el relevo de los grandes cárteles internacionales en las calles costarricenses. Ya no necesitan operar desde la sombra: se muestran sin pudor, reclutan menores, controlan comunidades enteras y ejecutan ajustes de cuentas con brutalidad quirúrgica. Su poder no se basa solo en el dinero, sino en el miedo. Un miedo que se respira en las esquinas, en los pasillos escolares y hasta en las filas del supermercado.
Según los expertos, estos grupos funcionan como franquicias del crimen. Pequeñas células que operan con independencia, pero con lógica empresarial. Distribuyen droga, lavan dinero, contratan sicarios y establecen jerarquías internas como si fueran empresas. Pero no hay leyes ni reglas éticas: solo muerte, control territorial y corrupción silenciosa.
El resultado es un país donde la violencia ha dejado de ser excepción y se ha vuelto rutina. En 2023, Costa Rica registró un número récord de homicidios —muchos de ellos vinculados a estas bandas— y la tendencia sigue en aumento. Las autoridades admiten que combatir a los minicárteles es mucho más complejo: al no ser estructuras únicas ni jerárquicas, su erradicación se vuelve casi imposible. Cuando cae uno, nacen tres más.
Mientras tanto, la sociedad vive con el corazón encogido. Padres que temen por sus hijos, barrios sitiados por el narcomenudeo, policías que se enfrentan a balas y amenazas, y un Estado que parece estar varios pasos por detrás del crimen. La “Suiza de Centroamérica” ya no está blindada. Está cercada. Y los nuevos jefes del miedo no usan uniforme ni pasamontañas. Usan celulares, redes sociales… y niños armados.