
Costa Rica enciende las alarmas ante la silenciosa pero letal expansión del fentanilo, una droga sintética que ya ha sido catalogada como una grave amenaza para la salud pública. Así lo advirtió Mónika Hidalgo, máster en farmacodependencia del Colegio de Farmacéuticos, al revelar que este opioide —entre 50 y 100 veces más potente que la morfina— está siendo mezclado por narcotraficantes con otras sustancias como heroína, cocaína, ketamina y alcohol, elevando dramáticamente el riesgo de sobredosis mortales.
La preocupación se disparó tras un megaoperativo en pleno centro de San José, el pasado 5 de febrero, donde agentes de la Policía de Control de Drogas decomisaron 30 mil tabletas de esta sustancia. Una cifra que, más allá de lo escandalosa, revela que el fentanilo ya circula a gran escala en el país. Poco después, otra red fue desmantelada con mil dosis listas para el consumo, dejando claro que el narcotráfico encontró en esta droga un negocio macabro y extremadamente rentable.
El Colegio de Farmacéuticos hizo un llamado urgente a las instituciones del Estado para reforzar los controles de importación, distribución y venta de medicamentos, así como para intensificar las campañas de educación y prevención. La amenaza no es lejana: datos oficiales indican que el grupo más afectado es el de adultos entre 30 y 39 años, con 16 de cada 10 mil personas admitiendo haber consumido fentanilo al menos una vez.
Expertos temen que Costa Rica esté entrando en lo que en Estados Unidos ya se denomina la “tercera ola” de la epidemia de opioides, donde el fentanilo arrasa vidas de forma indiscriminada. Ciudades como Portland, en ese país, han reportado aumentos del consumo de hasta 533% en apenas cuatro años, con miles de muertes en el camino. “Si no actuamos ahora, podríamos ver en nuestras calles el mismo horror que ha desbordado hospitales y morgues en el norte”, advirtió Hidalgo con un tono grave.
La advertencia es clara: estamos ante una bomba de tiempo. El fentanilo ya no es una amenaza extranjera, es un enemigo en casa. Y su peligrosidad no se mide solo en cifras, sino en las familias rotas, en las juventudes atrapadas y en las muertes silenciosas que podrían convertirse en una nueva pandemia nacional si no se toman acciones inmediatas.