El Salvador, un país que durante décadas fue sinónimo de violencia y desesperanza bajo el yugo de las pandillas, ha experimentado una transformación notable. Las calles que antes resonaban con el eco de las balas y las marcas de la guerra entre pandilleros ahora parecen respirar un aire de calma. Sin embargo, a medida que las pandillas han perdido su control, una nueva preocupación ha comenzado a crecer en las sombras: la marihuana. Este cultivo, aparentemente menos violento, ha encontrado su propio terreno fértil en una nación que intenta reinventarse.
En barrios de San Salvador y en las comunidades más alejadas de su periferia, la presencia de la marihuana se ha vuelto evidente. Mientras el gobierno celebra sus logros en la reducción del crimen y la violencia, otros problemas surgen con fuerza. La falta de empleo y oportunidades, que una vez impulsaron a los jóvenes hacia las pandillas, ahora los lleva a involucrarse en el microtráfico de esta droga. Pedro, un joven de 19 años que logró escapar de las garras de la Mara Salvatrucha, cuenta su historia desde la azotea de un edificio abandonado. “Las pandillas ya no son el problema, pero los vicios quedan. La marihuana se ha convertido en el nuevo escape, y para muchos, la forma más fácil de ganarse unos dólares”, confiesa con una mirada vacía.
Aunque las cifras de homicidios han disminuido notablemente, la economía subterránea del tráfico de marihuana ha llenado el vacío que las pandillas dejaron atrás. Nuevos grupos, menos organizados pero igualmente ambiciosos, están surgiendo para controlar el mercado local y conectar con las rutas de tráfico que cruzan Centroamérica. El Salvador se convierte así en un punto estratégico para el paso de marihuana que viaja desde el sur del continente hacia los Estados Unidos, un tránsito menos violento pero no menos dañino.
En las zonas rurales, donde la agricultura tradicional ha sufrido por la falta de apoyo estatal y el cambio climático, muchos campesinos han optado por el cultivo de marihuana como una forma de subsistencia. El dinero es más rápido y seguro, comparado con los bajos precios del maíz o del café. Don Ernesto, un agricultor de 62 años en Morazán, lamenta la ironía de la situación. “Trabajé toda mi vida cultivando frijol, y nunca vi el dinero que ahora sacan los jóvenes con esta hierba”, dice, mientras observa su tierra que antes era fuente de sustento y ahora es un campo que se disputa en silencio.
El gobierno, que ha focalizado sus esfuerzos en erradicar las pandillas y controlar la violencia callejera, se enfrenta a un nuevo desafío: ¿cómo lidiar con una sustancia que, a diferencia de la cocaína o el crack, se percibe como menos peligrosa, casi inofensiva? Las campañas antidrogas no tienen el mismo impacto que los operativos militares que pusieron fin al control pandillero. El debate sobre la marihuana se mezcla con discusiones sobre legalización y uso medicinal, mientras el país aún lidia con las cicatrices de su pasado violento.
En las comunidades marginadas, los jóvenes que una vez encontraban identidad y propósito en las pandillas, ahora se agrupan en pequeñas redes para vender marihuana. Lo que antes eran territorios marcados por la lealtad a una pandilla se han transformado en mercados informales donde la ley sigue ausente. La diferencia es que ahora no hay tatuajes visibles ni símbolos de pertenencia; la nueva economía es más sigilosa, casi invisible. Marta, una madre de tres hijos en Soyapango, lo resume con tristeza: “Antes teníamos miedo de los pandilleros, ahora tenemos miedo de lo que el dinero fácil está haciendo con nuestros hijos”.
Las escuelas, que antes luchaban contra la influencia de las pandillas en sus estudiantes, ahora enfrentan un nuevo enemigo. La marihuana se ha convertido en una presencia constante en los patios de recreo y los baños, más accesible y aceptada por los jóvenes. Los maestros, que antes daban charlas sobre la violencia de las pandillas, ahora deben redirigir sus esfuerzos hacia la prevención del consumo de drogas, una tarea que se siente igual de monumental e imposible.
La iglesia, que ha sido un refugio constante para la comunidad en tiempos de conflicto, se encuentra en una encrucijada moral. Los sacerdotes predican sobre los peligros de la droga, pero sus mensajes a menudo chocan con la realidad de una juventud que no ve otra salida a su situación económica. El padre Roberto, de una parroquia en San Miguel, lo explica con resignación: “Logramos sacarlos de las pandillas, pero no hemos podido darles una alternativa real. Ahora luchamos contra una guerra diferente, una guerra que no se libra con armas, sino con ilusiones quebradas”.
El Salvador, un país que se encuentra en el umbral de un cambio crucial, enfrenta un dilema complejo. La sombra de la marihuana se alza donde antes reinaban las pandillas, y aunque el conflicto ha cambiado de rostro, el sufrimiento y la lucha por un futuro mejor siguen presentes. Esta nueva batalla, silenciosa y persistente, amenaza con enturbiar la paz recién conquistada, mientras la nación intenta desesperadamente no perderse en el humo de sus propios sueños.