
Por años, el fentanilo fue un aliado en quirófanos y unidades de cuidados intensivos. Un opioide sintético potente, capaz de mitigar el dolor más profundo, reservado para pacientes con cáncer o postquirúrgicos. Pero en las calles, esa medicina ha mutado en un veneno letal. Hoy, la “droga zombi” —como la llaman en las esquinas de Filadelfia— empieza a abrirse paso en Colombia, dejando un rastro de dolor, muerte y desesperanza, especialmente entre los más jóvenes.
En Palmira, la historia de Natalia ilustra el rostro más crudo de esta crisis. Una joven con sueños de ser ingeniera agropecuaria, que desde los 14 años libró batallas contra las adicciones. Su padre, Édgar Salazar, creyó haberla recuperado tras su segundo proceso de desintoxicación. Pero en octubre de 2022, una salida con amigos terminó con Natalia en una cama de hospital, sin vida. “Confía en mí”, le dijo antes de cruzar la puerta. Fue la última vez que la vio con vida.
Y no es la única. Entre 2022 y 2023, Colombia ha registrado al menos 21 muertes relacionadas con el consumo de fentanilo. Las víctimas, en su mayoría jóvenes, muchas veces no saben lo que están ingiriendo. La droga se mezcla con heroína, tusi, o pastillas falsificadas, aumentando su efecto… y su letalidad. Bastan 2 miligramos —una dosis imperceptible a simple vista— para cortar la respiración y provocar la muerte.
El negocio detrás del terror
El fentanilo se produce legalmente en laboratorios colombianos ubicados en Sopo, Funza y Guarne. También ingresa desde el extranjero, principalmente desde China y Chile. Lo preocupante es cómo parte del fentanilo médico, el que debería estar bajo estricta vigilancia hospitalaria, termina en manos de microtraficantes. Algunos empleados emiten fórmulas médicas falsas; otros extraen ampolletas sobrantes para venderlas en el mercado negro.
En Medellín, por ejemplo, se han decomisado ampolletas de fentanilo que iban a ser mezcladas con otras drogas. Los traficantes las convierten en polvo usando microondas —una técnica improvisada que multiplica el riesgo— y las añaden a dosis de heroína o tusi para “potenciar” sus efectos. Pero esa potencia, 100 veces mayor a la morfina, tiene un costo: el cuerpo desarrolla tolerancia muy rápido, y el camino hacia la sobredosis se vuelve inevitable.
Un enemigo invisible
La gran amenaza del fentanilo no es solo su potencia, sino su invisibilidad. No tiene olor, sabor ni color definidos. Puede estar en una pastilla, en un polvo, o disuelto en una bebida. Muchos consumidores jamás saben que lo están tomando hasta que es demasiado tarde.
Sus efectos van desde la sedación y euforia extrema, hasta la pérdida total del conocimiento. En casos de sobredosis, el cuerpo simplemente deja de respirar. La única defensa posible en ese punto es la naloxona, un antídoto que revierte temporalmente sus efectos, pero que no está disponible en todos los centros de salud, mucho menos en las calles.
¿Cómo combatirlo?
Combatir al fentanilo exige un enfoque integral. Se necesitan más controles sobre el uso hospitalario y la distribución legal. Es urgente reforzar las investigaciones sobre redes que desvían medicamentos de uso médico. Pero sobre todo, se requiere una política pública centrada en la prevención y educación.
Los jóvenes deben entender que una sola dosis puede costarles la vida. Hay que hablarles sin miedo, con crudeza, sin maquillaje. Mostrarles la realidad que ya viven ciudades como Filadelfia, donde hombres y mujeres caminan como zombis, encorvados, perdidos, deshumanizados por el efecto de esta droga.
Las familias, los colegios y las instituciones deben estar unidas. No se trata solo de sancionar, sino de escuchar, acompañar y orientar. El fentanilo no solo mata cuerpos: también destruye sueños, despedaza familias, arranca futuros.
Epílogo: El enemigo ya está entre nosotros
Colombia aún está a tiempo. Aunque los casos son aislados, el fentanilo ya está aquí. Ha llegado a hospitales, calles, colegios y universidades. Está esperando un descuido, una fiesta, una dosis mezclada. Si no se actúa ahora, las historias desgarradoras como la de Natalia dejarán de ser excepciones para convertirse en rutina.
Y en esa guerra silenciosa, la mejor arma no será la represión, sino la conciencia.