
Policeman unlocking a handcuffs on the criminal's back.
En las calles soleadas de Cartagena, entre turistas y vendedores ambulantes, un hombre pasaba desapercibido. Vestía con sobriedad, hablaba con acento extranjero y caminaba con la tranquilidad de quien no tiene nada que ocultar. Era Emanuele Gregori, un supuesto empresario italiano que hablaba de inversiones, de turismo y de negocios inmobiliarios. Pero su nombre real en el bajo mundo era otro: alias Dollarino, uno de los cabecillas más poderosos del Clan Moccia de Afragola, una de las redes criminales más oscuras de Europa.
Gregori, o Dollarino, no era un narcotraficante cualquiera. No portaba armas ni cadenas ostentosas. No tenía guardaespaldas ni autos lujosos. Su arma era el anonimato, su camuflaje era el traje de empresario y su territorio, las calles elegantes del barrio Manga. Desde ahí, tejía una red silenciosa de tráfico de cocaína, compra de armas y lavado de dinero que conectaba América Latina con Europa.
La era del narcotráfico de cuello blanco
La historia de Gregori es apenas una entre muchas. Según datos revelados hasta marzo de 2025, las autoridades de Colombia y Estados Unidos han identificado al menos a 170 “narcos invisibles”, de los cuales ya han capturado a 40. No son los clásicos capos de novela. No viven rodeados de lujos ostentosos ni protagonizan tiroteos. Son discretos, educados, elegantes. Algunos son extranjeros, otros nacieron en Colombia. Lo que los une es una estrategia letal: pasar desapercibidos para durar más y caer menos.
Ya no necesitan caletas ni pistas clandestinas. Tampoco necesitan gritar su poder. Hoy, muchos capos prefieren abrir restaurantes, hoteles o inmobiliarias para lavar sus fortunas. Pagan impuestos, compran terrenos, invierten en startups. Algunos incluso financian campañas políticas. Mientras más reales parecen, menos sospechosos resultan.
Cartagena, Medellín, Barranquilla: epicentros del camuflaje
La mayoría de estos “empresarios” se ha infiltrado en ciudades de la costa y el centro del país. Cartagena es uno de sus puntos favoritos. Allí el lujo convive con la informalidad, el turismo facilita el tránsito de extranjeros, y la arquitectura colonial disfraza con facilidad operaciones millonarias.
En Medellín, algunos de estos narcos operan desde coworkings en El Poblado. Se mezclan entre jóvenes emprendedores, hablan de criptomonedas y usan lenguaje corporativo. Pero detrás de sus correos electrónicos y sus tarjetas de presentación, hay toneladas de cocaína moviéndose por las selvas del Cauca y las rutas marítimas del Pacífico.
En Barranquilla, usan los puertos como plataformas de exportación. Cargamentos que supuestamente llevan frutas, textiles o insumos para la industria, esconden droga lista para cruzar el Atlántico. Todo bajo la fachada de empresas legalmente constituidas, pero cuyo verdadero propósito es sostener un imperio criminal.
Una guerra contra fantasmas
Las autoridades lo tienen claro: estos nuevos narcos son más difíciles de atrapar. No hay llamadas interceptadas que griten órdenes. No hay sicarios que delaten a sus jefes. No hay casas blindadas ni mansiones con tigres en el jardín. Hay oficinas con aire acondicionado, papeles en regla y una sonrisa impecable.
Por eso, capturar a estos personajes requiere inteligencia, infiltración y cooperación internacional. La DEA, Europol e Interpol han formado equipos conjuntos para seguirles el rastro, porque muchos de ellos operan como verdaderas multinacionales del crimen.
El reto es titánico. Cada captura apenas rasguña la superficie de un entramado complejo que involucra a abogados, contadores, políticos, banqueros y funcionarios corruptos. Pero cada “narco invisible” que cae es también un mensaje: no importa cuánto se disfracen, la justicia aún tiene ojos para ver entre las sombras.
El rostro amable del infierno
El caso de Dollarino revela una realidad incómoda: el narcotráfico ha dejado de ser ruidoso. Ahora se sienta en juntas directivas, hace brunch los domingos y responde correos desde un iPhone. Ya no necesita escándalos, le basta con parecer normal.
Y eso, justamente, es lo más peligroso. Porque mientras todos miran a los barrios bravos, el verdadero poder se esconde en oficinas con vista al mar. Y entre cada brindis de champagne y cada reunión de negocios, se siguen financiando guerras, destruyendo familias y alimentando un mercado negro que, aunque invisible, nunca duerme.